Contra el canon


José Luis Sampedro lo deja bien claro y nos sirve a los demás de luz y guía en tan escabroso asunto. Su no al canon de diez céntimos de euro por sacar un libro de la biblioteca es tan rotundo como meditado, y su alcance va más allá del ganar unos eurillos o no por este atropello a la pasión lectora, al esfuerzo de esos agentes del libro que son los bibliotecarios, los grandes olvidados en el reconocimiento de las diversas entidades que integran la tribu de los libros. No sabemos qué saciará el afán recaudador de la SGAE, si tiene límite económico su pretendida persecución de los derechos de los autores, en cuya defensa más bien deberían enfrentarse a las grandes editoriales y sus abusivos contratos con los escritores (Planeta, Destino, Random House Mondadori, Booket) y no cebarse en lo más débil de esta cadena, los bibliotecarios y sus lectores, dos rarezas sociales que más que pagar por continuar siéndolo lo que deberían hacer es cobrar una paga por mantener viva la ilusión de que el escritor escribe para ser leído.
Porque no todos son Ruiz Zafón en este complicado mundillo. El día a día de los libros se hace de pequeñas lecturas, con hombres y mujeres en lugares perdidos de los hepicentros de la cultura que, con tesón, trabajo y mucho empeño, mantienen abiertos espacios para los libros donde, mal que nos pese, cada día acuden menos jóvenes, y no digamos ya mayores. La competencia es feroz desde las videoconsolas y la tele con su vomitar constante de consignas hipnopédicas socializadoras. Pero ellos siguen ahí, en pueblos y barrios, donde no hay oropel alguno, adonde no llegan los grandes nombres de la literatura. No está pagado su empeño, porque el amor sólo con amor se paga, y a ellos difícilmente les llega no ya el cariño, sino tan solo el recuerdo de los totems de la cultura. Tarde a tarde y libro a libro, hacen lectores, descubren talentos entre los niños y jóvenes que aún saben encontrar nuevos mundos entre las páginas, esos mundos que no existen más que en el corazón de los que viven en torno a la magia del libro.
Esta labor tan poco agradecida se quiere gravar ahora con un canon, como si fuera que ellos trafican con mercancías de primera necesidad tipo harina o leche. La palabra ‘mercancía’ chirría al asociarla con ‘cultura’. Lo cultural es una materia inmaterial muy sensible a los matices. Los libros pesan más en el recuerdo y en el alma que en los palés en los que se transportan. No se debe decir que se ‘consumen’ libros. Tal vez se ‘usen’ pero, sobre todo, se ‘leen’. Leerlos es darles función y sentido.
El celo de la SGAE choca con estos tiempos en que se levantan campañas para que se lea más, justo cuando se pide que se avarate su precio para que cualquiera pueda leer, justo en este momento en que todos están poniendo de su parte para que ese objeto cada vez más extraño para la sociedad consumista regrese a las librerías de todas las casas. Todos arrimando el hombro (escritores incluidos) y la SGAE que viene a decir que hay que penalizar no ya a las librerías (que son un negocio en sí, romántico, pero negocio) sino a las bibliotecas, las que hacen la verdadera difusión literaria como un servicio público.
Nunca se lanza uno a escribir por hacerse rico. La pobreza es una medalla de dignidad ante la opulencia grasienta de los ricos. Si me llega alguien a decirme que me dice que me ha leído, me doy por pagado. Pero en la SGAE se piensan que todos queremos ser directivos que, aunque en tiempos fueron artistas, ya no se acuerdan ni de lo que es un simple libro.

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