Maracena city


Maracena ya es ciudad, lo han decretado las cifras. 20.000 habitantes asciende a una población de categoría. Pero el cambio no es sólo de nombre. También afecta a la identidad, lo cual, por mucho que cambien las denominaciones, es una cuestión más de mentalidad que de cifras y voluntades políticas.
Que este pueblo tenía ya la condición de lo habíamos detectado desde que el Cerrillo de Maracena dejó de ser el páramo aquel donde nadie se atrevía a irse a pasear ni con un mastín tirando de la correa. Desde entonces, la ciudad de Granada no se supo muy bien si terminaba en donde lo dice el mapa o continuaba hasta adentrarse por los primeros barrios del pueblo colindante. En la arquitectura, eso sí, se nota el cambio y la frontera: pasas de las moles de edificios de ladrillo visto a los blancos muros de los primeras casitas del otrora pueblo. También el paisanaje cambia. Pasas de ver los coches metiéndose en las cocheras bajo las casas, de los nombres de calles con resonancias periodísticas, de las facultades (Bellas Artes, Informática) y el desenfadado aliño indumentario de los estudiantes, a los ‘vesinos’ de la ‘Marasena’ de siempre, esos que (cada vez menos) sacan las sillas a la puerta “conti que llegan los calore’”, al olor a comida y a los pitidos de olla a presión que todo lo impregna, o a las señoras con bata –alguna con rulos– que salen a comprar al Covirán de la esquina. La prolongación de la ciudad, ya digo, puede ser numérica, pero no estética, menos aún en los arraigados hábitos del lugar. Y el traspaso de la frontera dialectal te trae un aumento en el seseo y el ceceo.
Pero, eso sí: al llegar a la Maracena de siempre disminuye el índice de ‘mala follá’ por metro cuadrado, y aún te puedes encontrar cierto aire de espontánea charla en las calles. Aunque también las prisas han llegado allí, como las calles vacías de niños, el maldito estrés que todo lo devora, las parabólicas, los coches modelo quiero y no puedo, las pantallas de plasma compradas en el Media Markt, o los emigrantes de Marruecos, Bulgaria, Colombia, Argentina, Perú o Senegal. Una city aún pueblerina que se ha vuelto políglota sin quererlo, sin desearlo, sin siquiera pensarlo, por la fuerza de los números, del precio de los pisos y de las tasas municipales.
Me gusta que Maracena sea ya toda una ciudad. Pasaron los tiempos en que aquello era el gran suburbio de la señoritinga Granada, el pueblo donde iban a dormir los sirvientes de las casas de la capital, esa condición que está perdiendo Granada a base de ciudades dormitorio que le están creciendo por todo el cinturón. Lo malo es que estas urbes a un paso de la metrópoli están sin los servicios que les corresponden, víctimas del amor al ladrillo y al maletín que nubló las mentes de tantos que ahora tienen que echar el cierre después de dar pelotazos un día sí y otro también. Huétor Vega, Atarfe, Armilla o Churriana han sido arrancadas de su paz de pueblo para entrar, con boina y azada al hombro, en la modernidad salvaje de los botellones y la desconfianza hacia el vecino, del que no sabes más que los horarios que tiene para salir en coche hacia el trabajo. Sin metro (aún), ni una red fluida de autobuses, ni centros de ocio y cultura propios, sin cohesión social ante los desequilibrios económicos entre vecino y vecino, son territorios caldo de cultivo de la envidia y la frustración que acecha en cada esquina.
Maracena ya es ciudad con alma de pueblo. Que no la venda al diablo. Porque crecer, de verdad, no es ser otro, es ser más uno mismo. Ojalá.
Miércoles, 2 de abril de 2008. Opinión. Al pie de la Vela.. La Opinión de Granada