Insultar como una de las Bellas Artes


Editan un tocho de más de mil páginas sobre ese florido arte, tan español, de insultar con gracia, mala baba y peor sangre al prójimo, ese enemigo (desde Hobbes). El libro, titulado ampulosamente ‘El gran libro de los insultos’, escrito por Pancracio Celdrán, viene a suceder a otros entusiastas del subgénero –recuérdese a Cela, insultón honesto que investigó y recopiló el tema bajo el título ‘Voces obscenas’– que no han querido olvidar la importante trayectoria de este país donde un buen insulto al árbitro, en mitad de un partido, se premia con un silencio expectante y, luego, si es el caso, con una ovación al autor del improperio.

Según el libro ahora publicado, existirían nada menos que diez mil maneras diferentes de ‘cagarse en los muertos’ del vecino, la ex esposa, el enemigo en el trabajo o el que nos adelanta en un cambio de rasante. El tal Pancracio (un señor con cara de juez y alma compiladora) “el insulto castellano es directo y rápido, audaz, como un tiro”. Para comprobarlo, hágase la prueba mientras se leen estas lineas, y recuérdese la última vez que fuimos objeto de un insulto de los buenos, de esos que nos pillan con la guardia baja, o de esos que, aún estando precavidos, por la imaginación que denotan, y a pesar de habernos jodido el escucharlo, debemos reconocerles que han sido eso, como un tiro en mitad del corazón, rompiéndonos la autoestima, destrozando la autoimagen, triturando el aprecio que se tenía de uno mismo.
De las muchas cosas que se pueden decir sobre tan sabroso tema, destacaré una costumbre que observo que está cambiando con los nuevos tiempos. Ésta es el uso indiscriminado de la palabra ‘polla’ al insultar. Vocablos como ‘gilipollas’, el tan granaíno ‘tontopollas’ o el socarrón ‘pollaboba’ (que es un insulto absolutamente de Canarias que fuera de allí causa risa y que en las islas es como mentarle al padre) son cada vez más empleados, incluso por mujeres. Supongo que creen ganar terreno al entrar de lleno en el apartado insultos “a lo machote”. Pero para mí que pierden terreno, pues al creer que suben, bajan un peldaño, porque hay cientos de hermosísimos insultos absolutamente mucho más hermosos, depurados y exquisitos que ese estadio simplón del insulto testicular en que siempre estuvimos nosotros. Así, empieza a ser habitual escuchar a alguna decir aquello de “esto se hace por mis cojones”(¿?), extremo harto difícil dada la carencia objetiva del órgano, pero en cuyo uso figurado parece que hay cierta sensación de crecerse. Para mí, ya digo, que se decrece. Porque la energía ovárica tiene mucho más desarrollo.

El buen insulto nace de la inteligencia. Desde Quevedo y Góngora se están insultando los grandes talentos del país. Pero la cosa va decayendo. De vez en cuando surge algún talento innato (Ussía, Berto el de Buenafuente) pero, en conjunto, el personal todo lo resume en un decirse ‘cabrón’ o ‘puta’, poco más. Vale pues la pena entrenar el ingenio del buen insulto consultando este libro. Amplía horizontes saber que puedes decirle de mil maneras al odiado enemigo todo lo que sientes. Lo de insultar con simpleza es cosa más callejera que de inteligentes, porque en los lugares exquisitos los navajazos son con estilete, las palabras soeces se liofilizan, se espiritualizan como queda patente en esa lucha a mandobles de tenedor en la que se baten los cocineros cursis. Eso sí son insultos, en sorbete, y con igual mala leche.

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